Vagando por algunos recuerdos, mi memoria se detiene en los noventa, el siglo XX remece mis huesos; las montañas de la Octava Región azotan a los niños con el rocío mientras esperan en la parada de autobus; mi madre me viste mientras tomo la leche entre sueños; las panaderías abren; son las 8 de la mañana y la lluvia descubre al invierno en la octava parte del país.
Vagando por algunos recuerdos, sometí a la memoria a recorrer algunos autores que marcaron mi vida, recuerdo a un Sartre, Beecher Store, Goethe, a mi querida Sor Juana Inés de la Cruz y a un García Márquez bastante imaginario, pero obligado de leer. Rememoro así tantos recuerdos, horas de existencialismo, melancolías derramadas sobre la faz de mi cuarto, hasta que el grito de Neruda se agolpa frenético sobre mí olvido. Mujer, qué pasa que nos ha olvidado ¿Acaso no le gusta su país? ¿Acaso se cree gran cosa? El Poema 20 me despierta y zarandea mis hombros como nadie, mi cabeza se ahoga en los recuerdos de una enseñanza básica enamorada y nerudista. En tanto, mis oídos evitan las habladurías de Isabel Allende con su Paula y los espíritus que intenta convencer ronden por mi casa. Sin embargo, me detengo, no quiero buscar a Nicanor, no quiero buscar a la Violeta sólo quiero tocar, nuevamente, al centro de mi ciudad natal gritando: ¡Cómo pude olvidarme de Baldomero Lillo!
1994, la ciudad de Concepción albergaba a los exiliados de la guerra en contra la injusticia, sus calles húmedas atraían a los forasteros a dormir en ellas, eran los noventa y mi Colegio Concepción quería que leyera a los escritores del ayer y del hoy, como si fueran “Merry Melodies”, como si con ello la literatura chilena lograse ocultar la crítica social que lleva consigo.
El libro SubTerra, marcó, de una u otra manera, mi manera de ver, sentir las cosas y de cómo recuerdo ciertos pasajes de mi infancia. Una vez, luego de dar la prueba del libro del nombrado Baldomero, nos pidieron la autorización de nuestros padres para salir a terreno y conocer el conocido Parque de Lota. Ese día, fue un día impresionante, tenía tan sólo nueve años, era invierno y jamás había entrado a jardines tan hermosos y cuidados como los de aquella casa en Lota. Recuerdo, claramente, que era invierno, mis zapatos de colegio apretaban mi paso con su ovejuna y gruesa confección, mis compañeros estaban nerviosos, ruidosos, lustrosos e impecables, yo sólo temblaba porque sabía que iba a entrar a los escenarios del libro SubTerra, escenarios que a ratos me hicieron llorar entre sueños.
Recorrimos el Parque Cousiño y su casona, guardé en mi memoria cada alfombra, retazo, baldosa, armadura, pinturas, cuartos y pasillos, porque miré todo con asombro y felicidad, pues, en ese entonces, por mi mente no pasaban las frases del libro SubTerra, no me parecía excesivo que algunos mineros no supieran leer, que las jornadas de trabajo fueran tan descomunales en comparación con lo que lograban extraer sus mineros, ganancias que no ayudaban en mucho a la mejoría de una realidad que desde principios del siglo XIX existía, la pobreza. Mas era una niña y, para mi, la casona y su parque eran preciosos.
Los recuerdos de un libro que bajo la tierra fue escrito enfurecieron mi cabeza. Hoy puedo recordar a conciencia las salas en donde los trabajadores fueron sentados para aprender a leer y escribir sobre pupitres blancos, fríos y sin cortinas. Imaginé; las entrañas del libro SubTerra gritando por sus quemados, por sus derrumbes, el olvido, huelgas, el hambre, el analfabetismo, los niños sin zapatos y la indolencia de sus patrones. Lástima, que hoy lo veo claro y que durante los noventa nunca pude ver ni sentir la pobreza como tal, nunca pude percatarme de aquel minero de casco encendido, espalda ingente y rostro duro, quien era igual que yo, era un hombre con miedos, casi un niño.
Pensar que era tan niña en los noventa, que sabía que la gente pobre existía pero no entendía por qué ni cómo era, no dimensionaba la miseria, a pesar de todo lo que mi padre me hablaba, lo que oía en las conversaciones de los adultos, mi realidad de infante era inmensa y yo no supe cómo salir de ella. Pasaron los años y entendí que para Lillo, la realidad de la década del veinte era casi la misma que estuvo en los ochenta y que se mantenía en nuestros noventa. Que para los mineros era despertar para trabajar y morir trabajando, porque su trabajo los definía como hombres, los definía, finalmente, como esclavos de lo que no veían.
Cuanta pobreza, cuanta injusticia sobre y bajo la tierra que Lillo me enseñó a leer, fue su “cuestión social” que incorporé en mi adolescencia gracias a otras experiencias y lecturas, pero fueron las visitas a Lota, la bajada a la mina, el SubTerra de Lillo quienes plasmaron calles polvorientas, embarradas, niños sin pan, señoras sin hierbas, boticarios sin remedios, virus y niños sin madres. Si tuviera que regresar el tiempo, lo haría sólo para poder tocar otra vez aquella experiencia, mirar con los ojos de niña a un Chile que no cambia y yo si envejezco. Mirar otra vez, 1994, subir la vista y mirar a los trabajadores, olvidar el miedo de los nueve años, saludar a los mineros, sonreírles sin temor y mirar sus caras color carbón. Pero es imposible y tuve miedo, no lo pude hacer, tal vez, porque luego de leer a Lillo los pasajes de sangre que plasmaba en sus escritos, para una niña, marcaron fuerte su cándida mirada.
Hace algunos años, mi cabeza descubrió sus torsos mineros, sus cinturones de cuero con aleaciones de mental y sus miedos. Tuve la suerte de leer a Baldomero Lillo y recorrer la antigua mina de Lota Schwager de la mano de SubTerra, mirar jardines preciosos y pasear por la Casona de los Cousiño.
Era invierno, tenía nueve años, llovía mucho sobre la octava región. Mi madre esperaba por mí en el paradero. Faltaban cinco meses para cumplir los diez años y aún no sabía qué era la Revolución Francesa. Recuerdo que en el colegio leíamos textos de Baldomero Lillo. Recuerdo que en Concepción llovía mucho en invierno.
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