No podía dormir, tenía demasiadas máquinas funcionando en mi cabeza: la discusión de la otra noche, los problemas de la pensión, las cuentas, libros, proyectos y, además, el maldito frío, maldito que me recordaba que aún eran las dos de la mañana y no podía dormir.
Comencé a imaginar. Recordé pasajes cálidos flotando por algunas ciudades hasta que me sentí por completo como vagabunda en el mundo onírico.
El reloj inició su pulso con segundos incómodos por todo el cuarto y la almohada de plumas empezó a enroscarse como serpiente constrictor alrededor de mi cabeza. Mis manos buscaron el calor bajo mi pecho boca abajo, mi pulso comenzaba a acelerarse, hasta que los segundos se fueron diluyendo en la oscuridad de la pieza.
Era una noche fría, tanto que mis rodillas comenzaron a empequeñecerse lentamente bajo los cobertores, mis piernas se perdían en medio de las fundas y mi cabeza, mi cabeza se iba hundiendo en dimensiones inimaginadas del tiempo espacio, ese exacto, ese gélido que me rodeó aquella noche.
Su cuerpo rozó al mío, desperté del trance acercándome más y más a una sensación intoxicante, maravillosa y única. Agitación que pensé había sido sólo en sueños, abstractas ilusiones llenas de caricias, anhelos. Mas recordé, me di cuenta que ya habían sido hechos, hechos para matar a cualquiera, a cualquiera de nosotros en cuanto dejáramos de tenernos.
Quise liberar a mi cuerpo y cabeza de todas las condiciones. Alejé el frío, rutina, la semana hasta aferrarme a su figura por enésima vez. Sus labios fueron míos, manos, espalda, recorrí su torso lentamente hasta tocar dos lunares que bajo el cuello tenía perfectos. No quise retroceder. Comprobé sus olores, su pelo, su tacto porque estábamos juntos, perfectos, simbióticos, sincréticos, nosotros y la noche, nosotros y la nada. Suspiré en su oído y apreté su ser como si fuese a morirme ahí mismo. Repetí su nombre, repetí su hermoso nombre dos, tres y cuatro veces en tanto la verdad era tan irremediable como este cruel sueño que teníamos juntos.
- Suena el teléfono-
La cama sobre el suelo, mi cabello alborotado y el celular sobre la cómoda gritaba cómo la mayor bomba mortífera que nunca vi hasta ese entonces. Y allí estaba yo, semidesnuda, patética, extraviada junto a una cama cualquiera y delirante, a una hora inexacta, sola y sin querer despierta, mirando a un velador muerto, al celular que nadie busca y absorta entre murallas que acogen los golpes de una realidad que no me pertenecía.
Caminé al baño, prendí la luz, abrí la llave y dejé corriendo el agua mientras lloraba por no lograr contenerme. Golpeé mi cuerpo contra la puerta, el cuarto comenzaba a sentirse aún más frío, mis piernas temblaban, mi frente sudaba, en tanto el vapor chocaba contra el espejo como si su fantasma quisiera estar junto a mí. Me senté, apreté mis brazos y mis piernas seguían temblando. Prendí un cigarro. Mojé mi rostro y grité su nombre unas cuantas veces. Lloré. Boté las cenizas en el lavamanos. Miré al espejo unos segundos, tratando de reconocerme, y regresé a la pieza.
Recogí el cubrecama y tapé mi cuerpo hasta la cabeza, comencé a temblar nuevamente pero con más y más fuerza. Quise no temblar, quise no temer, quise volver a empezar. Acurruqué mis manos al centro como si yo tuviese todo para calmar la soledad. Quise volver a recordar las discusiones, los problemas, el frío, los libros, el dinero, los proyectos, la noche anterior, pero nada daba resultado. Eran las cuatro y algo más de la mañana y no me resignaba a dejarlo ir.